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Caminaba hacia la “zona de recogida de niños” del colegio cuando vi
salir de su flamante coche a uno de los pocos padres con los que hablo
(porque, salvo excepciones, los ingleses no muestran ni el más mínimo
interés en socializar con quien no sea británico). Su hijo va a la
clase de Ana. Es un hombre joven y muy amable que siempre usa ropa
clásica de marca y es el dueño de un famoso restaurante local. Viven en
un chalé y tienen dos o tres coches que alternan para traer y recoger
al pequeño. Su mujer me dijo un día que él era partidario de la
enseñanza privada y que ella no. Según ella, estudia quien quiere
estudiar y, quien no quiere, no estudia, independientemente de la
escuela donde vaya. Y lo dijo totalmente convencida de lo que decía.
Ahora me faltaba oírle a él. Después de las frases de cortesía
habituales, fui al grano: «¿Habéis pensado si os vais a quedar en este
colegio los próximos años? Tu mujer me ha dicho que tú prefieres la
educación privada». Encogió los hombros. «Si, es cierto, es que yo
estudié en un colegio privado», me dijo con cierto orgullo. «Supongo
que sí que nos quedaremos, pero no sé, ya veremos, total ahora están en
Infantil y da un poco igual».

Hoy he conocido a una madre musulmana que ha ido a llevar a su hijo
de cuatro años al colegio. Nunca la había visto antes. Llevaba un
pañuelo negro que sólo dejaba ver su cara, y un niño de unos dos años
cogido de la mano. Se puso a hablarme espontáneamente mientras
caminábamos hacia la salida del colegio. Me explicó que su hijo está
traumatizado porque habían tenido que cambiar de ciudad y de colegio a
mitad de curso. Acaban de llegar de Toledo. Allí su hijo estaba en una
escuela infantil donde se sentía muy feliz y donde él era «el jefe de
toda la clase» y «todos los niños le querían mucho». Hacían clases de
inglés dos días a la semana, con canciones y juegos, y él estaba
plenamente integrado.

Ahora ha aterrizado en una clase donde no conoce a nadie, donde le
hablan en valenciano, donde nunca hay clase de inglés, y donde el 90%
de los alumnos son británicos. «Cuando cuento que todos los niños de su
clase son ingleses me preguntan si es que lo llevo a un colegio
privado», dijo entre risas. Dice que el niño tiene pesadillas por la
noche, y que le dice a todas horas que no quiere volver. «Yo no sé,
pero… ¿el valenciano para qué sirve, además de para quedarte aquí
siempre?», preguntó. «Yo creo que es más importante que aprendan inglés
y castellano, y, después, el valenciano que lo aprendan en la calle,
como yo he aprendido el español». La mujer, por cierto, hablaba
perfectamente el castellano.

Hablando de la
inmigración, se ha sorprendido de la cantidad de extrajeros que hay.
«Hace cinco años que nos fuimos, y aquí sólo estábamos los chinos y los
árabes», dijo, «pero ahora es increíble, parece que España va a
explotar. Aunque es lógico, vienen todos porque la gente aquí es muy
cariñosa, te acogen muy bien, y es normal que todos quieran venir».

Se marchó con su eterna sonrisa diciéndome que si quiero ir a Tánger
que ella me da la llave de su casa para que nos quedemos allí… ¡Qué
ímpetu! ¡Qué buena relaciones públicas escondida tras un velo!

Hoy ha habido reunión de padres para la entrega del boletín de “notas”
de Infantil. Pero habría que explicar antes las peculiaridades de la
clase y del colegio. Aunque se trate de un
colegio público valenciano,  hay alumnos españoles, británicos,
alemanes, argentinos, belgas, chinos, franceses, italianos, marroquíes,
holandeses, suizos, uruguayos, venezolanos, ecuatorianos, colombianos,
un polaco, un argelino, un cubano y un georgiano. Concretamente, el 80%
del alumnado es de procedencia extranjera. En la clase de infantil de
Ana, ella es la única niña española. La mayoría son ingleses. Hay
algunos hispanos, una marroquí y un par de origen francés.
 

Cuando asistimos a la reunión trimestral, nos sentamos alrededor de las
dos mesas del aula en las sillas diminutas. Los padres ingleses suelen
sentarse todos juntos, aunque no se conocen de nada, y alrededor de la
otra mesita se sientan los hispanos. Uno de los padres ingleses —el
único que sabe español— hace siempre de traductor. Es un hombre robusto
que traduce con  mucho convencimiento y con una voz muy grave las palabras que
dice la profesora. Suena un poco cómico.

«Ya entienden y hablan perfectamente el español y el valenciano»,
sentenció Emma mirando a los ingleses. El padre traductor lo repetía
como si lo creyera. Les dijo lo mismo en Navidad, poco después de
empezar el curso. Concretamente, en aquella primera reunión anunció:
«¡Ya son trilingües!»

Pero después de abordar el tema ‘aprendizaje del español en el
colegio público’, Emma empezó a
contradecirse y a decir que mezclan el
castellano con el valenciano y dicen cosas como “Me duelen los peus”.
También le dijo a una madre inglesa que cuando le preguntaba
a su hija, Ashley, si este color era rojo decía SI; y si cambiaba de
color y le
hacía la misma pregunta, volvía a responder SI; y así una y otra vez.
«Pero yo creo que lo sabe, es que está muy despistada y no se centra,
siempre está mirando las nubes», añadió. La madre afirmaba con la
cabeza y la miraba perpleja.

La profesora  continuó haciendo hincapié en los conocimientos de
las letras. «Saben muchas letras». «Hay niños que saben escribir». «Por
ejemplo, eso de ahí de la pizarra, donde pone miércoles, lo hemos
puesto hoy. Yo les voy diciendo las letras y las ponen ellos». Y se
dirigió a una madre inglesa para decirle que cuando le pedía a su hijo
que escribiese su nombre, lo hacía, y después ponía Emma y también el
nombre de su hermano. «Es muy rápido e inteligente», decía. «What
is “rapido”?», le preguntaba la madre a una vecina. Entre tanto, Emma le recordó
a la madre de Ashley que su hija estaba en
babia y por eso no había apuntado ninguna letra en el apartado del boletín de
notas “sé escribir estas letras”. Espero que no haya hecho mucho caso a las descalificaciones de la profesora.

Lo que más me gusta de ese boletín es la última página, donde cada uno se
hace su autorretrato. Es una obra de arte titulada: Así soy yo.

Buscar un centro de educación musical para niños de tres años en España
es muy complicado. Pero, si vives lejos de las grandes ciudades, lo es
mucho más. Y no es porque no los haya. Pero, aunque cada vez hay mas
publicaciones gratuitas locales, no hay buenas referencias sobre qué se
ofrece en cada lugar. Y es mucho peor en Internet. Yo buceé durante varias semanas por directorios españoles caóticos
llenos de enlaces rotos, hasta que, harta de no encontrar nada, decidí
dirigirme a los expertos en el asunto, por surrealista que pueda
parecer.

Contacté con la atenta directora de la Sociedad para la
Educación Musical en el Estado Español (SEM-EE), Maravillas Dí­az.
Busqué al profesor Vicente Sanjosé Huguet, de la Universidad de
Valencia (que publicó por esas fechas (4-6-2004) en Las Provincias el
artí­culo ¿Menos música y más matemáticas?).  Acudí a la Asociacion
Mundial de Educadores Infantiles
(que ni contestaron); a la revista Filomúsica; a los del
método Suzuki; a la Asociación Willems, …

Isabel F. Álvarez, de Filomúsica, aunque no pudo darme pistas, escribió un artículo inspirado en mi
e-mail de búsqueda desesperada. Lo tituló
Orientaciones para familias con niños menores de seis años. Maravillas
Díaz —que, aunque yo pensaba que estaba en Valencia, reside en el País Vasco y estaba liada preparando el congreso
de la International Society for Music Education (ISME2004)— me remitió
a la Generalitat Valenciana. Pero de ahí sólo logré una lista de
academias de música para adultos. En resumen, de todos los citados, los del método Willems
desde su sede central en Francia fueron los únicos que me dieron una pista
cercana: me enviaron el teléfono de una profesora de música diplomada
por su método y que viví­a a 30 Km de nuestra casa.

Resultó ser una pianista que sólo impartía clase a mayores de nueve
años, pero nos habló de un curso de música para niños de tres y cuatro
años que se iba a impartir ese verano en la Sociedad Musical de Sax,
Alicante.

Por fin llegó el primer dí­a de clase. Recorrimos unos buenos
kilómetros bajo el tórrido sol a la búsqueda de la escuela musical
infantil. Iba a ser el primer contacto de Ana, a sus dos añitos y
medio, con una escuela, y tenía que ser especial porque era de música.
Yo imaginé instrumentos, sonidos, un espacio recogido y amable, risas y
juegos, …

Para nuestro asombro, era un edificio viejo al que no habí­an destinado
ningún presupuesto en las últimas tres décadas. En las paredes de la
entrada, habían muchas fotos de bandas de música de los últimos 40
años, dejando constancia de la tradición musical de la ciudad. Más
adentro, habí­a una única sala, como un gimnasio, con músicos
adolescentes ensayando en una esquina. Los techos eran muy altos y de
ellos se iban desprendiendo una especie de hueveras amarillentas. El
aspecto era deplorable. Y hacía un calor sofocante.

La directora del centro era tan encantadora como por teléfono. Pero la
profesora del curso resultó ser una especie de militar que gritaba para
dirigirse a los niños y se movía pesadamente de un lado a otro. Aunque
se mostró amable, me miraba raro porque pedí quedarme con Ana hasta que
ella quisiera que me marchara. La pequeña estaba pegada a mi como una
lapa y no quería ni poner el pie en el suelo. La única forma de que se
quedara era quedarme yo con ella.

La clase se formó en torno a una tabla alargada, sentados en sillas
plegables de madera. Una chica de unos 17 años la ayudaba. Quisieron
empezar la clase con unas fotocopias de instrumentos para colorear,
pero la fotocopiadora no funcionaba bien. Salieron todas oscuras, pero
las repartieron igualmente. Los niños pintaron sobre folios grises
mientras la profesora pasaba por detrás de cada uno y comentaba a voz
en grito: «¡¡Qué bien!! ¡¡Qué bien lo haces!! ¡Muy bonito! ¡Venga,
pinta!». Cada vez que pasaba por detrás, Ana se encogía y me decía:
«Pinta tú».

Llegó el turno de las canciones. Hizo poner a todos en pie, formando un
círculo a su alrededor, y empezó a cantar canciones del tipo “Yo tengo
una casita, así, así, así de pequeñita…”. Después de cantar un par,
dijo que era la hora de merendar y todos sacaron un bocadillo y se
sentaron maquinalmente en el suelo, en círculo, como si lo hubiesen
hecho cada día de su vida.

Entonces fue cuando Ana empezó a relajarse y se despegó de mi falda.
Bajó a pisar suelo y empezó a investigar los alrededores. Pero tuvo la
mala fortuna de tocar unas sillas apiladas contra la pared que se
abrieron y desplomaron haciendo mucho ruido. Los niños gritaron un
¡¡¡HALAAAAAA!!!, y Ana empezó a llorar.

La maestra aprovechó para mejorar la situación: «¡¡ANA, ve a sentarte
con tus compañeros!!! ¡¡Tus compañeros quieren que te sientes son
ellos!!! ¡¡No puedes estar con tu mamá siempre!! Si sigues ahí con tu
mamá, todos tus compañeros empezarán a llorar porque no está la
suya!!!!»
 
Los niños miraban a la profesora sin prestar demasiada atención a lo
que decía. Aparte de un niño que había entrado a la fuerza después de
que su abuelo le diese un par de guantazos, el resto parecía sentirse
como en casa, aunque no mostraban ningún entusiasmo. Ana y yo estábamos perplejas ante la tan idealizada “clase de música”.

Y entonces fue cuando la maestra aprovechó para aleccionarme a
mi también: «¡¡Tienes que dejarla e irte!! ¡Aunque llore, da igual! ¡Es normal,
todos lloran el primer día!!! ¡¡Hazme caso!! ¡¡Yo estoy dando clases a
niños pequeños desde hace quince años, y lo sé muy bien!! ¡El primer
día de clase he llevado a más de uno llorando, a rastras, y agarrándose
a todos los árboles del paseo hasta llegar al colegio».

Creo que no hizo falta oír más. Nunca volvimos. Y desistí de la búsqueda.

Un mes más tarde, supe que había un curso de música para preescolares
en el pueblo donde pasamos cada fin de semana, a cinco minutos de casa.
No estaba anunciado en ninguna parte y no lo conocía ni la gente del
pueblo. Me enteré entrando a la Casa de la Música y preguntando si había
algo así. Y resultó que sí.

La maestra es una profesora fantástica que
sabe trasmitir su entusiasmo a los pequeños. Se llama Toñi. Toca el
piano, el clarinete, el obóe y la guitarra. Los niños experimentan con
sonidos, con el ritmo, cantan, bailan, ven y tocan instrumentos de
verdad, escuchan música y aprenden jugando, … y están encantados con ella. Lo único
malo es que sólo dura una hora a la semana. Yo cambiaría el colegio
diario por una clase así.

Por cierto, Ana entró sola por su propio pie y sin llorar el primer día. Los más pequeños saben muy bien lo que hacen.
 

El otro día, ocurrió un accidente en clase. Un niño de tres años con un
bolígrafo en la mano casi le sacó un ojo a otro. Ahora éste lleva una
herida a sólo un par de centímetros de sus pestañas. Podría haber
tenido menos suerte. Oí como Emma, la maestra, daba explicaciones a la madre
de la víctima: «No sé cómo ha podido ocurrir. Ha sido en un momento. De
repente me dí la vuelta y estaba llorando».

Al llegar a casa, Ana empezó a contar espontáneamente que un niño le había pegado a
otro con un boli y que le salía sangre del ojo y que la profesora se
había ido. «Se fue a hacer fotocopias, porque nosotros no tenemos miedo
de quedarnos solos», dijo.

Me entró pánico:

—¿Cómo? ¿Os quedáis solos en clase alguna vez?
—Sí.
—¿Mucho rato?
—No, poco.
—¿Y qué os dice ella cuando se va?
—Que no salgamos de la clase.

Hoy he ido a hablar con la profesora. Me ha dicho que es cierto que a veces se
va a hacer fotocopias o al lavabo, que es inevitable que se queden
solos porque no tiene ayuda. «Pero esto es lo que te vas a encontrar en todos los colegios públicos», sentenció.

En la primera reunión del curso nos hablaron de la figura de la
“profesora de apoyo”, que estaría para cubrir esos huecos, ayudar a la
maestra y ayudar a los niños que llevasen un ritmo distinto al del
resto de la clase. Pues bien, al parecer, nunca está a mano cuando se necesita.

La maestra empezó diciéndome que el colegio era perfectamente normal, pero después de unos minutos acabó reconociendo que tenía
carencias importantes (fuera de la Ley, vamos).

Lo más
evidente es que los lavabos de Infantil no están dentro del aula,
sino dos pasillos más allá. «Es cierto, eso está en un decreto … del
91. Yo lo tuve que estudiar», dijo.
Pero, por si fuera poco,
los mandan solos, de dos en dos, cuando quieren hacer sus cosas.

«El colegio no tiene medios», confesó la maestra, ya más animada a decir
lo que pensaba. «Y es cierto que esas reuniones con los padres no sirven para nada, pero
nos obligan desde la Dirección a hacerlas cada trimestre».

El colofón final fue lo mejor: «Y
yo estoy deseando que llegue el final del curso para irme de aquí». ¿Será que también hay mobbing en la escuela?

Hoy han hecho un minuto de silencio en clase por las víctimas del
11-M. ¿Es estrictamente necesario con niños de tres años? Les han
tratado de explicar lo que significaba. Ana lo ha contado así al
volver a casa: «Hemos estado callados un minuto porque unos nenes malos
pusieron una bomba en un tren de Madrid y se murieron todos. Estábamos
callados para que los nenes malos no nos oyeran si venían».

La
cuestión es que hace unos meses, una profesora no pudo venir porque
murió su abuela. La maestra de Ana me dijo: «Le hemos contado que se ha
ido de viaje por no decirle que su abuela ha muerto».

¿Y la
coherencia?
¿Y un tema como el terrorismo no deberían
introducirlo primero los padres?

Ana está en Preescolar. Tiene tres años. Cuando empezó el
curso, nos reunieron a todos los padres para contarnos algo que parecía muy
importante. La maestra y la coordinadora de Infantil
hablaron con un deje de superioridad para hacernos saber cómo iban a
mejorar a nuestros niños. «Vamos a enseñarles a ser mayores, a crecer»,
decía la coordinadora. Repartieron
muchas fotocopias. Una de ellas era un horario incomprensible. Los lunes
habría una clase de música. Los miércoles, una hora de “gimnasia”. Los viernes, una hora con
ordenadores. Pero el esto del tiempo estaba poco claro: “caja
sorpresa”, “rincones dirigidos”, “taller de matemáticas”,…

Ahora, a medio curso, ya he descifrado su significado: “Haremos lo que nos de la gana”. Los lunes rara vez hay música, y,
cuando hay, suele consistir en algo como pintar la fotocopia de un
tambor. Y los viernes, casi siempre está estropeado “el” ordenador (porque sólo les dejan tocar uno y en grupo) o
hay algún motivo peregrino que impide hacer la clase. «Hoy tampoco
hemos ido al ordenador», me repite Ana cada viernes, decepcionada.
«¿Qué habéis hecho entonces?», le pregunto. «Plastilina». Siempre
plastilina.

Desde que se ha incorporado a los niños de 3 a 6 años a la escuela
parece que se ha adoptado para ellos lo peor de las antiguas guarderías y lo peor del
colegio:

A los más pequeñitos se les trata como si fueran mayores para los
asuntos más delicados. Para ir al lavabo, abrir una botella de zumo o
ponerse una chaqueta, cada uno tiene que apañarse como pueda. Sin
embargo, se les trata como a bebés para todo lo demás.

La escuela no es capaz de cumplir con sus pobres objetivos y no se dan
explicaciones a nadie. Además, hay tantos niños por profesora que ésta
no se puede permitir el lujo de escuchar lo que cada uno tenga que
decir o de seguir el ritmo que cada niño requiera. Por otro lado, se
excluye tan radicalmente de la vida escolar a los padres que hay que
hacer tareas de espionaje para enterarse de cómo pasa el tiempo tu
pequeña.

Esta mañana me he acercado al padre de una compañera de Ana, (el que me ofrece más respeto y confianza):

—«¿Estás contento con el colegio?», le he preguntado.

Para mi asombro, encogió los hombros y dijo:

—«De momento, pues sí. Si fuera mayor y la educación fuese importante,
quizás no. Pero ahora, lo importante es que se lo pasa muy bien con sus
compañeros. Y, después, ya veremos.»

Me quedé pensando: «¿Como que “si fuese mayor y la educación fuera importante”? ¡Esta es la etapa más importante!»

«Mil alumnos de 5.º y 6.º de primaria de 40 centros públicos
rurales aragoneses utilizarán el próximo curso los cuadernos digitales
(tablet PC), un ordenador portátil con pantalla táctil, lápiz óptico y
conexión a Internet.En los colegios seleccionados, las pizarras de
clase se sustituirán también por videoproyectores con ordenador,
conectados en red con los alumnos, quienes tendrán contacto informático
con los profesores, incluso fuera de clase.(…)La introducción de los
cuadernos y pizarras digitales no supondrá la eliminación de los libros
de texto. Los alumnos utilizarán menos el papel, porque, además los
tablet PC, incorporan programas educativos. Pero su misión es cambiar
la metodología de trabajo y complementar los libros de texto, no
sustituirlos.»

Artículo completo en 20 minutos

serytener

Esta noticia —aparecida hoy, aunque ya se venía publicando
desde finales de 2003— tiene su gracia. Ofrecen la última tecnología a
algo que está mantenido con respiración asistida. Las escuelas rurales
están en peligro de extinción en España, y, en realidad, es como si
hubiese un complot para acabar con ellas.

****************

Después de ver el documental Ser y Tener,
acabas soñando con encontrar una escuela rural como la del venerable
profesor Georges López (que decía que no podía imaginar una vida sin
ejercer su profesión), en la región de Auvernia, Francia, con su aula de unos pocos alumnos y un entorno humano maravilloso.

georgeslopez

Si
no vives precísamente en el centro de Madrid o Barcelona sino que has
huído felizmente de la aglomeración, te convences de que es el mejor
momento para lograr ese sueño. Coges el coche para ver cómo son las
escuelas rurales más cercanas y descubres que la mayoría están cerradas
desde hace años. Entre las pocas que quedan, eliges una en la que hay
una profesora que se parece a López remotamente, pero que no está mal.

Pero entonces la maestra (que también hace de administrativa y bedel) te
dice que lo más seguro es que no esté ahí el año próximo y que si
quieres más información lo mejor será que hables con un inspector que
está deseando encontrar un motivo para cerrar la escuela y que viene
sin avisar cualquier día y en cualquier momento una vez comenzado el
curso. Si aún así te arriesgas a apuntar a tu hija, te arriesgas también
a experimentar cualquier tipo de sensaciones menos las de aquel día en
la butaca del cine.

Sucedió así:

En una pedanía de Murcia en la frontera
con Alicante existe un colegio rural que ha perdido más de la mitad de
su pequeño espacio por alguna artimaña del alcalde pedáneo. Ha creído
más conveniente convertir ese espacio en bar y la antigua “casa del
maestro” en centro de reunión para que los más mayores de la aldea
jueguen al dominó por las tardes.

Estábamos a principios de septiembre
de 2004 pero nadie sabía a ciencia cierta cuándo empezaba el colegio.
Sólo sabíamos que la anterior maestra, una granadina muy resuelta, nos
dijo que teníamos que venir sobre el siete o el ocho con los libros
comprados y un paquete de 500 folios. Se sabía también que este año
habría más alumnos: cinco niñas nuevas de tres años, por lo que era
casi seguro que enviarían a una especialista en educación infantil. Los
siete alumnos del año anterior tenían entre 5 y 12 años.

Una de las
madres tenía la llave del colegio. Se las había entregado la granadina,
que no se fiaba un pelo del alcalde, y las guardaba con celo como si se
tratara de las llaves de la ciudad. Llevaba ya varios días sin salir de
casa, esperando a que viniese el maestro o maestra a recogerlas, pero
no aparecía nadie. Un día, una concejala de cultura la llamó para
decirle que las clases empezaban el día 9.

Ese mismo día 9, a las nueve
menos cuarto de la mañana, estábamos en la puerta un grupo de padres
con sus niños y la madre portadora de la llave, todos perplejos: no
sólo no había ni rastro del nuevo profesor o profesora sino que había
dos tipos en lo alto del tejado tirándolo abajo, teja por teja. Después
de los tres meses de vacaciones, consideraron que el mejor día para
empezar a reformar la cubierta era el primer día de curso.

Después de
hacer una decena de llamadas pidiendo explicaciones al Ayuntamiento, a
la Concejalía, al Centro de Recursos del Altiplano, al departamento
Enseñanza, del Ministerio de Educación y Ciencia en Murcia, alguien me
dice que no se había presentado nadie porque no se habían adjudicado
las plazas de maestros rurales hasta esa misma noche. La que nos tocaba
a nosotros se había adjudicado “a la una de la madrugada”. Era una
maestra de Almería, y no era de Infantil, sino de inglés. “Supongo que
estará haciendo la maleta y llegará cuando llegue, no le puedo decir
más”, concluyó.

En cuanto a las tejas, la concejala del Ayuntamiento al
que pertenece la pedanía me pidió que colgara o le dijera a alguien que
vive en la aldea que colgase un cartel en la puerta de la escuela
diciendo que no empezaría el curso hasta que no acabasen las obras.
Supongo que lo hizo la madre que guardaba la llave.

No llegué a conocer
a la maestra. No sé cómo se las habrá apañado una profesora de inglés
con cinco niñas de tres años en un aula en la que hay otros niños de 8,
10 y 12, y con un horario ininterrumpido de nueve a dos de la tarde.
Pero de todo se sale. Seguro que unos cuadernos digitales le vendrían
muy bien.

Esta tarde le he entregado a la coordinadora de Infantil del colegio de
mi hija un simpático fragmento de un libro en el que se valora
excepcionalmente su trabajo. Pensé que era una muestra de
agradecimiento y acercamiento a una persona que cada día pasa un tiempo
indeterminado con la pequeña. Es una mujer de veintitantos años, con
cara de pocos amigos, pelo muy corto y un tatuaje de una bruja en el
brazo. Se llama Carmela. Casi nunca saluda, tiende a mirar hacia abajo
y evitar a los padres, y la he visto irritarse cuando los niños no
hacen lo que ella cree que hay que hacer o cuando algo se sale
ligeramente de las estrictas y absurdas normas de la escuela.

Esas
normas consisten, básicamente, en que los padres no se metan ni
participen en los asuntos del colegio, aunque afecten a su hijo; que no
circulemos por el recinto en horas de clase; que no se llegue ni un
minuto tarde; y que nadie salga ni entre hasta que no suene el timbre.
En la “fiesta” de Navidad, Carmela trazó en el suelo una linea con tiza
para que los padres no la traspasaran y viesen desde ella a sus niños
cantar un villancico en valenciano. Describe bastante
bien su actitud.

Sin embargo, entre lo agrio hay algo dulce: cuando sonríe, a Carmela se
le ilumina la cara y parece una niña buena. Quizás esa cara fue la que
me impulsó a acercarme a ella con el papel. Le dije que era “un
regalito”, que al leerlo pensé en ella, que simplemente creía que le
iba a gustar. Maldita la hora.

Este es el fragmento y, al final, la reacción de Carmela:

«Todo lo que necesito saber
sobre cómo vivir, qué hacer y cómo ser lo aprendí en la Escuela
Infantil. La sabiduría no estaba en lo más alto de la montaña educativa.
(…)  Estas son las cosas que aprendí:

Compartir todo.
Jugar limpio.
No pegar a la gente.
Volver a poner las cosas en su sitio.
Limpiar lo que se ensucia.
No coger lo que no es de uno.
Pedir perdón cuando se hace daño a alguien.
Lavarse las manos antes de comer.
Tirar de la cadena.
Las galletas y la leche son buenas.
Llevar una vida equilibrada
—aprender algo, pensar algo, dibujar y pintar y cantar y bailar y jugar
y trabajar algo cada día.
Dormir una siesta cada tarde.
Cuando se sale a la calle,
tener cuidado con el tráfico, agarrarme de la mano, y permanecer
juntos.
Maravillarse. Recordar la
pequeña semilla: las raíces van hacia abajo y la planta sube hacia
arriba, y nadie sabe realmente cómo y por qué, aunque todos somos
así.
Los peces de colores y los
hámsters y los ratoncitos blancos e incluso la pequeña semilla… todos
mueren. Y nosotros también.
Y recordar los libros de “Dick
and Jane” y la primera palabra que aprendías —la palabra más grande de
todas— MIRA.

Todo lo que has de saber está
ahí de alguna forma. La Regla de Oro y el amor y la sanidad básica.
Ecología y política e igualdad y vida sana.
Toma cualquiera de esas cosas y
extrapólala a los términos sofisticados de los adultos y aplícala a tu
vida familiar o a tu trabajo o a tu gobierno o a tu mundo, y te
parecerá cierta y clara y firme. Piensa lo bueno que sería el mundo si
todos —todo el mundo— tuviesen galletas y leche a eso de las tres cada
tarde y después se tumbaran a dormir una siesta. O si todos los
gobiernos tuviesen como política básica poner siempre las cosas donde
las encontraron y limpiar y ordenar lo que ensucian.
Y todavía sigue siendo cierto,
no importa la edad que tengas —cuando sales ahí fuera, lo mejor es que
te cojas de la mano y vayas con alguien.»

All I Really Need to Know I Learned in
Kindergarten
, de Robert Fulghum.

Al volver por la tarde me encontré a
Carmela en la puerta. Vino hacia mí muy seria y me espetó:

—¿Qué sentido tiene eso que me has dado antes?

Me quedé estupefacta. Me esperaba algo así como un: “Gracias”, “Me ha
gustado”, “Compraré el libro”, “Qué bonito”, …. Pero la sarta de
sandeces que me dijo me dejó tan aturdida que ni siquiera puedo
recordarlas todas ahora. Le contesté:

—¿Sentido? Ninguno. Pensé que era bonito y que te gustaría. Eso es todo.

—No, si bonito sí es, pero ¿qué sentido tiene? Esas cosas de la lista
son cosas que tiene que aprender en casa, no aquí. Parece como si nos
dijeses qué tenemos que hacer….

—¿¿??

Y Carmela continuó con esta frase triunfal:

—Es como si le das a un informático un papel en el que dice cómo tiene que encender un ordenador.

—Siento que lo hayas interpretado todo al revés. En realidad es más
bien como si le entregara a un informático un papel en el que dice que
su trabajo es básico para la Humanidad.

No me contestó y continuó con su mirada resentida y sus labios apretados.

Afortunadamente, no es la persona que más tiempo pasa con mi hija,
porque tiene el extraño cargo de coordinadora de infantil y supuesta
profesora de apoyo (aunque no apoya sino que más bien suple a quien se
ausenta).

El caso es que cada mañana entrego a mi hija a una persona que no sabe
entender un regalo, que se toma como ofensa un gesto amable y, lo peor,
que cree que lo sabe todo sobre los niños. Las puertas se cierran,
incluso echan un candado, y yo me quedo fuera pensando qué puedo hacer
y cómo puedo encontrar educadores sensibles apasionados por su trabajo
y que trabajen en un colegio transparente donde a los padres no se les
trate como bestias a las que hay que mantener al margen. ¿Quizás para
que nadie vea lo mal que lo hacen?