He encontrado algo que escribí al principio de este curso, el
primero en la vida de Ana:

 «En la clase de Ana hay un niño que
se muerde la mano hasta hacerse sangre. Grita y patalea todo el tiempo,
y se tira del pelo. Ana dice que tiene los dientes de un tigre y que
menea la cabeza de un lado a otro cuando se muerde para hacerse pupa
roja. Parece sacado de la selva del Amazonas, con sus ojos rasgados, su
piel oscura y su pelo lacio, negro, largo. Siempre lleva un Spiderman
casi tan grande como él a todas partes. Su madre tiene cara de Cruella
De Vil. Mira a las madres inglesas con desconfiaza y a su marido con
respeto.
Angustiada por el espectáculo sangriento que tenía que presenciar Ana,
hablé con la psicóloga del colegio. Nos confesó que Cruella De Vil no
era precísamente un modelo de madre, que suele dejar a sus hijos solos
en casa —uno de tres años y otro de cinco— cuando se va a comprar o a
vete tú a saber dónde. Y que el pequeño ha aprendido a actuar así para
que le presten atención.
También hay una niña en clase que pega a todos los demás, sin
excepción, desde el primer día. Su madre siempre va vestida con una
chilaba a rayas con capucha.
Ana fue más o menos contenta el primer día
de clase, sin llorar, pero ahora dice que los niños de su clase no le
gustan, sólo las maestras, y que nunca dibuja soles ni hace nada, como
yo le había dicho que haría, y que no quiere volver. Llora a menudo y
le dice a Emma que quiere que venga su mamá. Y la pava de la maestra le
contesta que, si llora, yo no iré.»

Ahora está a punto de terminar el curso y Ana desea ir al cole a
todas horas. El niño amazónico ya no se muerde. La pegona, ya no pega.
Pero todos los demás han aprendido a dar patadas
y puñetazos. Ana lloraba el otro día en el Decathlon porque quería que
comprásemos un saco de boxeo rojo que incluía guantes a juego. La
verdad es que era muy bonito. Puede que sea una forma alternativa de gastar
esas energías. O puede que no.