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Número Quince.   9.12.2006

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Opinión

Anestesia Navideña

Antonio Lorenzana Bermejo

Poquito a poco, por estas fechas, sin apenas darnos cuenta, comienza a hacer efecto en todos nosotros el "dulce sopor" de la anestesia navideña.

Como aperitivo, Jean-Claude Trichet, presidente del Banco Central Europeo, nos regaló, ayer mismo, una nueva subida de un cuartillo de punto en los tipos de interés. Al parecer, las presiones inflacionistas, derivadas del disparatado incremento en el precio del petróleo, obligan a ello. Olvidó mencionar, eso sí, -¡uy, qué descuido!- que el precio del petróleo se había disparado por presiones puramente especulativas: un daño colateral más de las continuas trifulcas del Gabinete "petrolero" Bush. Como consecuencia de todo ello, pagaremos nosotros, como siempre, un poquito más por nuestros ya irracionales préstamos hipotecarios.

"Que te digo que sí, Antonio. Que con villancicos, turrones, cava y lucecitas de colores te van adormeciendo y, al día siguiente, cuando te despiertas, te levantas con un riñón de menos", me decía mi viejo amigo Watson mientras me servía un quinto en la barra de su bar de barrio. Y razón no le falta. "Que esto ya no es lo que era, Antonio; que La Navidad era otra cosa". ¿Alguien se acordará de qué es lo que se celebra?

Te levantas una mañana y las calles aparecen emparradas con luminarias y deseos de felicidad y de que la suerte te acompañe. Los escaparates se visten de feria y la perspectiva de una paga doble inminente desencadena en la mayoría de nosotros la terrible fiebre compradora. Es el virus de la Navidad que, año tras año, reaparece como pandemia y se hace fuerte en nuestras débiles meninges obligándonos a tirar una vez más la casa y la salud por la ventana.

Nos marcharemos de compras. Regalos para todos, por el qué dirán, más que otra cosa. La mayoría de ellos quedarán arrinconados de por vida en un armario o servirán de prueba fehaciente de la tacañería y del mal gusto del familiar o conocido al que no soportamos y que siempre vuelve, vaya por Dios, a casa por Navidad; aunque ahora, benditos sean los portales, no los de Belén, sino los otros, los de subastas por internet, siempre nos quedará la posibilidad de deshacernos de algunos de ellos y hacer del trasto un dinerillo.

Volveremos a comprar montones de todo tipo de loterías: la del trabajo, la del colegio del niño de un compañero de trabajo, la del gimnasio, la del bar donde desayunamos, la de la panadería, la del taller, la del quiosco. La mayoría de ella ni se mirará en las listas de números premiados, porque "para cuatro duros que te van a dar."

Y las comidas sin fin. En Navidad el concepto de dieta equilibrada se adormece en el área del cerebro donde reside el sentimiento de culpa hasta bien entrado el mes de enero. En Navidad se come de un modo caótico y compulsivo, sin hambre, sin necesidad, sin límite ni gota de conocimiento.

Y es cierto, la "Dulce Navidad" tiene un indiscutible efecto anestésico sobre la razón. Vaciamos los bolsillos sin chistar, con alegría, a golpe de pandereta, VISA y talonario, como si no hubiese más remedio. Llenamos la barriga sin ton ni son, a reventar, que mañana es fiesta y al otro también; como si fuera a llegar el fin del mundo. Y ellos, los que parten y reparten, lo saben. Conocen ese efecto anestésico de la Navidad. Ellos se encargaron de envenenarla.

Cuando nos despertemos, nos habrán subido el precio del pan nuestro de cada día, del tren, del metro y del autobús, del café, de la leche, de la fruta, del seguro del coche, de la gasolina, de la vida entera. Y lo llamarán La Cuesta de Enero, para que parezca que es algo natural.

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