Opinión
Anestesia Navideña
Antonio Lorenzana Bermejo
Poquito a poco, por estas fechas, sin apenas darnos cuenta, comienza a hacer efecto en todos nosotros el "dulce sopor" de la anestesia navideña.
Como aperitivo, Jean-Claude Trichet, presidente del Banco Central
Europeo, nos regaló, ayer mismo, una nueva subida de un cuartillo de
punto en los tipos de interés. Al parecer, las presiones
inflacionistas, derivadas del disparatado incremento en el precio del
petróleo, obligan a ello. Olvidó mencionar, eso sí, -¡uy, qué
descuido!- que el precio del petróleo se había disparado por
presiones puramente especulativas: un daño colateral más de las
continuas trifulcas del Gabinete "petrolero" Bush. Como consecuencia de
todo ello, pagaremos nosotros, como siempre, un poquito más por
nuestros ya irracionales préstamos hipotecarios.
"Que te digo que sí, Antonio. Que con villancicos, turrones,
cava y lucecitas de colores te van adormeciendo y, al día siguiente,
cuando te despiertas, te levantas con un riñón de menos", me decía
mi viejo amigo Watson mientras me servía un quinto en la barra de su
bar de barrio. Y razón no le falta. "Que esto ya no es lo que era,
Antonio; que La Navidad era otra cosa". ¿Alguien se acordará de
qué es lo que se celebra?
Te levantas una mañana y las calles aparecen emparradas con
luminarias y deseos de felicidad y de que la suerte te acompañe. Los
escaparates se visten de feria y la perspectiva de una paga doble
inminente desencadena en la mayoría de nosotros la terrible fiebre
compradora. Es el virus de la Navidad que, año tras año, reaparece
como pandemia y se hace fuerte en nuestras débiles meninges
obligándonos a tirar una vez más la casa y la salud por la ventana.
Nos marcharemos de compras. Regalos para todos, por el qué
dirán, más que otra cosa. La mayoría de ellos quedarán
arrinconados de por vida en un armario o servirán de prueba fehaciente
de la tacañería y del mal gusto del familiar o conocido al que no
soportamos y que siempre vuelve, vaya por Dios, a casa por Navidad;
aunque ahora, benditos sean los portales, no los de Belén, sino los
otros, los de subastas por internet, siempre nos quedará la
posibilidad de deshacernos de algunos de ellos y hacer del trasto un
dinerillo.
Volveremos a comprar montones de todo tipo de loterías: la
del trabajo, la del colegio del niño de un compañero de trabajo, la
del gimnasio, la del bar donde desayunamos, la de la panadería, la del
taller, la del quiosco. La mayoría de ella ni se mirará en las
listas de números premiados, porque "para cuatro duros que te van a
dar."
Y las comidas sin fin. En Navidad el concepto de dieta
equilibrada se adormece en el área del cerebro donde reside el
sentimiento de culpa hasta bien entrado el mes de enero. En Navidad se
come de un modo caótico y compulsivo, sin hambre, sin necesidad, sin
límite ni gota de conocimiento.
Y es cierto, la "Dulce Navidad" tiene un indiscutible efecto
anestésico sobre la razón. Vaciamos los bolsillos sin chistar, con
alegría, a golpe de pandereta, VISA y talonario, como si no hubiese
más remedio. Llenamos la barriga sin ton ni son, a reventar, que
mañana es fiesta y al otro también; como si fuera a llegar el fin
del mundo. Y ellos, los que parten y reparten, lo saben. Conocen ese
efecto anestésico de la Navidad. Ellos se encargaron de envenenarla.
Cuando nos despertemos, nos habrán subido el precio del pan nuestro de
cada día, del tren, del metro y del autobús, del café, de la
leche, de la fruta, del seguro del coche, de la gasolina, de la vida
entera. Y lo llamarán La Cuesta de Enero, para que parezca que es algo
natural.
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