«¡Para ya, no me toques! ¡Me tienes harta! ¡Estás todo el rato clavándome los dedos en el brazo! ¡No me toques más!». Era la voz de una mujer. Me giré para verle la cara. Era una madre joven, muy delgada, con un vestido blanco, pelo rubio, sandalias de piel y un bonito bronceado. El niño tenía aspecto angelical, y unos ocho años. Agachó la cabeza y se separó de la madre, como acostumbrado a los “disparos”. «¡Menos mal que la semana que viene te vas al colegio!», sentenció la madre con cara de asco mientras continuaba su paseo junto a la playa.