Hemos empezado un estudio antropológico, sin querer. Estamos buscando piso y eso da para muchos “posts”. Entre los precios que piden y la forma en la que cada especulador vive, se podría hacer un libro. Ayer fuimos a ver un ático “perfecto” (para su dueño). El propietario era un hombre de unos cuarenta y pocos años que llevaba escrito en su cara: “No hay otro piso mejor que este”.
La chica de la inmobiliaria, que andaba preocupada por la otitis de su niño de dos años, hablaba atropelladamente sobre las maravillas de la reforma que habían hecho. «El piso tenía muy malas calidades pero ellos lo han arreglado». (Las malas calidades seguirán estando en las paredes, tuberías, escalera, portería, zonas comunes, ascensor, … pero al parecer, nada importa si forras tu chabola de mármol).
«El piso tiene domótica, ¿sabéis lo que es?». Nos miramos, aguantando las ganas de contestar. Y el dueño espetó que había «detectores de “presencia” y de humo en el techo». La domótica se reduce a eso, ahora. No vimos una pantalla con internet en la nevera ni elevadores automáticos de persianas ni nada “domotizado” por ninguna parte.
La casa estaba impecablemente limpia y ordenada. Era sepulcralmente bonita. Lo malo de las reformas de estos especuladores es que creen que todo el mundo tendrá su mismo gusto y se atreven a poner cerámica rústica en la cocina, encimeras con flores en relieve, baños a lo Agata Ruiz de la Prada o puertas con vidrieras de colores. Y después te toca a ti pagar por su “buen gusto” y tirarlo todo abajo para imponer el tuyo.
La terraza del ático había sido enorme en origen, más de 100 metros cuadrados, pero ellos decidieron hacer una extensión acristalada del salón: «Es para las niñas», dijo el dueño. En una esquina de la “extensión” de aluminio blanco había un rincón lleno de juguetes, metidos en dos cestas y una fila de muñecas que miraban aterrorizadas al dueño y parecían decir: «¡¡¡Sí, señor!!!». El dueño nos recalcó, al alabar el orden, que eran «muy estrictos» y que les llevaba mucho esfuerzo y discursiones con las niñas mantenerlo.
Ana miraba los juguetes con timidez. Curiosamente, lo que más le interesa de las casas que vamos a visitar es saber si el que vende tiene o no tiene hijos.
Al llegar a las habitaciones, el dueño nos dijo que se dedicaba a hacer trabajos de forja. Había hecho las cabeceras de la cama con los mismos dibujos que las cortinas. Para que luego digan que los hombres no son detallistas. El hombre se había preocupado de comprar la misma tela para cortinas y cojines, y había hecho exactamente las mismas flores en hierro para su cabecera. Estaba muy orgulloso, así que nos enseñó las sillas de hierro de la cocina, que pesaban tanto que había tenido que ponerles ruedas; la cabecera de las camas de los niños, también de hierro, la mesa del comedor, también en hierro, un banco para el salón, también en hierro, …
Yo había ido al piso pensando que era carísimo: 64 millones de las antiguas pesetas. Pero pensé que, por lo menos, me encantaría y tendría una referencia. Al salir, la de la inmobiliaria me dijo que estaba en un error: «Son 85 millones», dijo impasiblemente.
Al despedirnos, el dueño nos contó que guardaban un carro del Mercadona en cada planta, cerca del ascensor, para facilitar la subida de cosas desde el garaje. Lo decía complacido, como si fuese algo estupendo. Aunque, después confesó que una vez al mes los del Mercadona vienen a llevarse los carros que les quitan.
La última vez que yo pensé en grandes sumas de dinero, imaginaba que la gente que dispone de 90 millones para comprarse una casa también tenía un chófer en la puerta, o casi. Jamás imaginé que a lo máximo que podrían aspirar era a un piso de gama media-baja donde los vecinos roban carritos del Mercadona para no tener que subir las bolsas a mano.
Después de una charla con la chica de la inmobiliaria —en la que me costó bastante convencerla de que no nos hiciera perder el tiempo (a ella misma y a nosotros) con explicaciones de posibles usos de un espacio encajonado o con las ventajas de la orientación al norte— acabó confesándome que el “pollo” de la forja había comprado esa casa hace pocos años por unos 20 millones y ahora pedía 85.
Y así está el panorama por esta tierra que en tiempos de los romanos se llamó Lucentum.
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