Cuando tenemos un hijo, nos volvemos a topar, tarde o temprano, con el colegio. De nuevo tenemos que acudir cada mañana a una escuela, puntualmente, bien peinados y aseados, y con ropa lo más uniforme posible. Queremos causar buena impresión a los adultos que encontramos en el pasillo y a las profesoras, e intercambiamos saludos amables a diestro y siniestro, por el bien de nuestros pequeños. Incluso solemos organizar actividades con otros padres los fines de semana para que los niños puedan socializar.
Sin embargo, ninguno de los niños de preescolar recordará esas fiestas o excursiones, si no fuese por las fotos. Pero allí estamos los padres, muchos de ellos intercambiando conversaciones forzadas el tiempo que haga falta mientras su niño se lo pasa bomba.
Cada padre y madre es de su propio planeta, y, seguramente, todos tenemos formas muy distintas de pensar sobre los niños: cómo ha de ser la educación infantil, la nutrición, la relación con la familia, la educación en casa, los juguetes, … Lo más seguro es que todos creamos que lo hacemos mejor que los demás.
Afortunadamente, nunca se tocan temas “conflictivos”, o casi nunca, porque algunos hasta se enfadan y se olvidan de que están allí por sus hijos. Sólo les falta decir un «No te ajunto» a la madre que les ha llamado «Tontos» en el lenguaje adulto. Los niños se lo llaman contínuamente, y vuelven a ser amigos a los tres minutos. Pero los adultos no toleramos ni una leve crítica, aunque sea constructiva y de buena fe. Cada uno prefiere vivir en su pequeño planeta, a solas con sus «principios».
Para más inri, los padres dejamos de tener identidad propia en estas reuniones, y pasamos llamarnos por el nombre de nuestro hijo: «La madre de Ana me ha dicho que también irá a la fiesta de cumpleaños que monta la madre de Patricia».
A veces, yo intento acercarme a los pequeños, que me dan mucha envidia, y trato de comunicarme con ellos, entrar en su mundo fantástico. Pero tengo la sensación de que me miran —nos miran— como si los adultos fuésemos habitantes del Jurásico. Quizás lo somos.
Trato de recordar cómo veía yo a los mayores cuando era pequeña: eran muy grandes, claro, y una especie de productos caducados que daban muchas órdenes y que no sabían respetarme como a cualquier otro de su estatura. Me achuchababan cuando les parecía oportuno; querían que les hablara cuando yo no tenía nada que decir; y siempre aparecían puntualmente para aguar la fiesta o cualquier juego divertido. Yo les veía como seres grises, cortados todos por el mismo patrón, pero cada uno con sus manías personales. ¿En eso nos convertimos?
(La ilustración de arriba es de Raúl Martín)
“lo más seguro es que todos creamos que lo hacemos mejor que los demás” Esto es muy bueno tenerlo presente y que puede que no seamos nosotros los que tengamos razón.