Hoy hemos ido a un mercado semanal de un pueblo remoto del Vinalopó Mitjà donde el único puesto que invitaba a pararse más de un minuto era uno de especias y hierbas aromáticas. Allí oí la voz de un hombre que decía: “¡Ojalá me acusaran de malostratos!”

Al girarme, ví a dos hombres muy arrugados por el sol y la edad hablando de una niña de unos 3 o 4 años que había con ellos y que sólo le prestaba atención a su bollito de chocolate. La niña tenía algún trastorno genético. Tenía la piel muy fina, enrojecida y pelada en muchas zonas. Y las facciones recordaban vagamente a la progeria (o síndrome de Hutchinson-Gilford), o a cualquier otro tipo de envejecimiento prematuro.

El abuelo continuaba contando anécdotas de su nieta al otro hombre como si le estuviera mostrando un freak: “Se come una paella para cinco ella sola”. “Se gastan en ella 250 euros al mes en cremas”. “Y hasta han ido a Barcelona”. Pero lo que más me impactó fue cuando escuché: “Si la hubieses visto cuando nació, era para haberla escondido en una cueva”.