He visto muchas escenas este verano de “mamá pija, con niñera sudamericana, que mira con irritación a su hijo como si le estuviera robando los mejores años de su vida”. Pero tuvimos la mala suerte de presenciar una auténticamente sórdida en la piscina. Estos no llevaban bolsos de Yves Saint Laurent y toallas de Loewe.
Sobre la mesa sólo había varios paquetes de tabaco y unas cervezas. El padre era el doble de Torrente. La madre, una mujer hecha a su medida. Se reía a carcajadas, no miraba a los ojos a su marido y no cuestionaba nada de lo que hiciera el “hombre de la casa”. Y tres hijos: dos pequeñas réplicas del padre, de unos diez u once años, y una niña de unos siete u ocho. Y también había una tía.
Cuando llegamos a la piscina, los hermanos se estaban metiendo con la niña. Se burlaban de ella y trataban de arrancarla de la silla, y lanzarla a la piscina por la fuerza. El padre y los chicos hacían apuestas de quién sería capaz de tirarla al agua. La madre les animaba a que siguieran el juego. La niña gritaba, lloraba, berreaba y, para defenderse, cogió a uno de sus hermanos por los pelos, justo encima de las orejas, y empezó a tirar con toda su fuerza. El hermano empezó a dar alaridos mientras la madre tiraba de ella por detrás, cogiéndola de la cintura.
Las niña escapó y se refugió junto a la tía, llorando. Pero el juego siguió.
El padre, con un gesto de forzudo descerebrado, se levantó y la tiró él mismo, como enfadado, como de castigo. La niña lloraba en el agua. Gritaba que le había hecho daño en el brazo. Entonces, el padre la sacó de la piscina, como si no pesara nada, y la arrojó a la silla como si fuese un saco. Le dijo que no tenía que hacerle daño a su hermano, con cara de asco.
La niña se quedó en la silla, tapándose la cabeza con una toalla, mientras los hermanos seguían buscando la forma de tirarla a la piscina. “¡Yo si puedo, ya verás!”, decía uno de los animales. “¿A que no?”, decía el padre. “Venga, tiradla, tiradla, a ver si escarmienta”, les animaba la madre.
Así siguió la escena, sin parar, durante más de media hora. Continuaron forcejeando, gritando, empujándose, corriendo por el borde de la piscina, … Una camarera inglesa, acostumbrada quizás a ver todo tipo de fauna, trató de defender a la niña. “Déjala”, le dijo a uno de los hermanos, y acarició el pelo de la niña. “¿Déjala?”, contestó la madre. “¡Pero si ella es la peor! ¡Peor que ellos!”. Parecía la madrastra de Hansel y Gretel, pero en cutre.
Había varias personas de la piscina en pie, mirándoles con asombro, algunas con el sandwich atragantado, esperando ver cómo alguno se abría la cabeza. ¿Qué se puede hacer en un caso así? ¿Vas hasta ellos y les dices que deberían quitarles el carnet de padres? ¿Llamas a la policía? ¿Cómo es la vida de estos niños en casa, en el colegio? ¿Tiran a otros compañeros de clase por el barranco, como una broma?
Al cabo de un rato salieron de allí como si salieran de recoger un Oscar de la Academia. Estaban orgullosos de su actuación. El padre iba erguido y riñendo a la niña, que llevaba los ojos clavados en el suelo. Uno de los hermanos dijo: “Todo el mundo nos está mirando. Deberían pagarnos por el espectáculo”.
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